Respirar… comunicar… y trascender.
Tres actos que definen a la humanidad cuando un hecho histórico rompe el silencio de lo cotidiano.
Hoy, el mundo católico —y no solo el católico— contempla con asombro la elección de un nuevo Papa: el primero estadounidense, pero con alma latinoamericana. Un hombre que no llega con gestos de poder, sino con una agenda firme: la paz y el desarme como ejes de su pontificado.
Un mensaje que suena casi contracultural en tiempos de guerras que ya nadie cubre, de armas que se normalizan, de odios que se institucionalizan. Desde el centro del Vaticano, este nuevo pontífice alza la voz para exigir algo que parece obvio, pero que escasea: el fin de la violencia como sistema, como política, como cultura.
Y entonces la pregunta inevitable: ¿cómo cae este mensaje en México?
En un país donde cada día desaparecen personas, donde los muertos se cuentan por miles, donde los abrazos no han sustituido a las balas… el mensaje de paz no puede ser solo una inspiración. Tiene que ser una urgencia nacional.
Porque si hay un lugar donde se necesita un Papa que hable de reconciliación, de desarme, de reconstrucción del tejido social, es en México.
Aquí, donde el crimen organizado controla regiones enteras. Aquí, donde se asesina a sacerdotes, a periodistas, a migrantes, a niños. Aquí, donde la paz parece una palabra lejana… pero indispensable.
Este nuevo Papa tiene el reto de influir desde el espíritu, pero México tiene el deber de escucharlo con el alma y con la razón. De dejar de ver la paz como un eslogan y asumirla como un proyecto.
Porque mientras el mundo observa si este pontífice incomodará a los poderosos, nosotros debemos preguntarnos si tendremos el valor de incomodar nuestras inercias para abrazar el perdón, el diálogo, la dignidad.
Hoy no se eligió solo un nombre. Se eligió una dirección. Y México, dolido pero no derrotado, tiene la posibilidad de caminar en ella.
