- Cuando a capricho del gobernante, cualquiera puede ser el próximo en perder la cabeza política
La guillotina siempre ha sido más que un instrumento de ejecución. En su tiempo, representó una justicia rápida, pero también arbitraria, cargada de miedo y poder. Hoy, ese símbolo parece haber encontrado su lugar en Palacio Nacional, no como un objeto físico, sino como una metáfora del modo en que este gobierno maneja la política. Desde la tribuna presidencial, el juicio es inmediato, la condena pública es irremediable y las consecuencias son definitivas.
Desde el inicio del sexenio de AMLO, el discurso oficial ha dividido a México en buenos y malos, como si la complejidad de un país pudiera simplificarse en una narrativa moralista. Aquí no hay procesos ni análisis, solo señalamientos directos que en cuestión de minutos convierten a personas, instituciones o sectores enteros en enemigos del pueblo. Y una vez que te suben al cadalso, no hay vuelta atrás. Empresarios, periodistas, académicos, jueces o simples ciudadanos críticos son colocados en fila para ser juzgados por la opinión pública, muchas veces sin pruebas y sin derecho a defenderse.
El problema no es solo la discrecionalidad y brutalidad con la que se usa este instrumento simbólico, sino que su sola existencia descompone todo lo que toca. La justicia deja de ser justicia cuando se convierte en un espectáculo político, de lo contrario las instituciones pierden credibilidad porque su función es sustituida por la tribuna mañanera.
Pero hay algo todavía más preocupante: el miedo. Cuando todos saben que pueden ser los próximos en perder la cabeza política, el debate se calla, las voces se apagan y el país pierde la posibilidad de encontrar soluciones reales a los problemas que enfrenta. Porque en un México donde la guillotina domina, nadie quiere arriesgarse a disentir.
Quizás sea hora de desmontarla, de aceptar que la justicia no puede ser dictada desde el poder y que la democracia no se construye dividiendo al país en bandos irreconciliables. La historia siempre nos ha demostrado que el filo de la guillotina tarde o temprano termina cortando también a quienes la manejan. México merece algo mejor que el miedo y el linchamiento público. Merece un gobierno que sepa escuchar, que construya puentes y que entienda que la verdadera fuerza no está en dividir, sino en unir.