En la Biblia, Barrabás fue el criminal que la multitud prefirió liberar en lugar de Jesús. Pilato, al ver la presión del pueblo, se lavó las manos y permitió que el destino siguiera su curso. Hoy, en Chihuahua, la historia parece repetirse con otros protagonistas: César Duarte, el exgobernador acusado de desfalco millonario, camina libremente por las calles, mientras su mayor perseguidor, Javier Corral, enfrenta la rechifla y el desprecio público.
La escena es irónica. Hace unos días, en el aeropuerto de la Ciudad de Chihuahua, Corral estuvo a punto de ser agredido por un ciudadano furioso que le reclamaba su doble discurso y su fallida cruzada anticorrupción. Mientras tanto, Duarte—el hombre que debía ser el símbolo del castigo ejemplar—disfruta de su regreso a la vida pública sin el peso de la justicia sobre sus hombros. ¿Quién lo diría? El exgobernador que huyó, fue extraditado y pasó una temporada en prisión, hoy es visto con más indiferencia que indignación, y hasta algunos, con extraña admiración.
Si Duarte es Barrabás, ¿quién es Poncio Pilato en esta historia? ¿El aparato judicial que ha dejado que su caso se desmorone en el laberinto de la burocracia? ¿Los grupos políticos que, viendo la conveniencia del momento, han decidido que su encarcelamiento ya no es prioridad? Sea quien sea, lo cierto es que alguien se lavó las manos y dejó que la impunidad tomara el control.
La moraleja es brutal: en México, los juicios siguen sin resolverse en los tribunales, sino en la arena política. Y cuando la atención cambia de objetivo, la justicia se vuelve flexible, negociable, efímera. Hoy, Duarte es un hombre libre; Corral, un apestado político. Y el pueblo, como en la historia bíblica, ya eligió a quién le toca el castigo.
